RESUMEN Este artículo efectúa una lectura de la novela kafkiana retitulada en 1982 como El Desaparecido, y anteriormente conocida como América. El objetivo principal es trazar las conexiones de esta obra, considerada de menos madurez que El castillo o El proceso, con el resto de la novelística kafkiana, a la que anticipa pero también modifica. Palabras clave: Kafka- Franz, literatura checa, literatura en alemán, novela europea, novelística kafkiana. ABSTRACT This article brings about a reading of the Kafkaesque novel renamed in 1982 as The Man Who Disappeared, and formerly known as Amerika. The main objective is to draw connections from this work, considered to be of less maturity than The Castle or The Process, with the rest of the Kafkaesque novels, of that which is anticipated but also changed. Key words: Kafka- Franz, czech literature, german literature, european novel, kafkian narrative EL DESAPARECIDO APARECE Alí Víquez Jiménez Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012 ISSN: 0377-628X Alí Víquez Jiménez. Profesor de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura. Universidad de Costa Rica. Correo electrónico: aviquez@yahoo.com Recepción: 14- 02- 2012 Aceptación: 11- 04- 2012 Cuando Karl Rossmann se aproxima en barco al puerto de Nueva York, nada hay de misterioso en el horizonte del lector: este conoce, desde el primer momento, que se trata de un muchacho que viaja solo, que tiene dieciséis años, que ha sido seducido por una sirvienta que luego tuvo de él un hijo, y que sus padres no son adinerados. Toda esta información llega torrencialmente: de manera paradójica, el desaparecido no tarda en aparecer. Recuérdese que el libro publicado, por decisión, por supuesto, de Max Brod, con el nombre de América, había Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012/ ISSN: 0377-628X98 sido originalmente titulado por Kafka como El desaparecido1; también recuérdese que la paradoja es posiblemente la forma de expresión kafkiana más genuina2. Karl Rossmann ha desaparecido de Europa, pero en el texto lo vemos aparecer, con una profusión y una rapidez en la información que pocas veces se usan en el primer párrafo de una novela, en América. Del pasado sólo sabremos lo que el propio Rossmann, de modo más bien esporádico, evoca: jamás la narración se deslizará hacia el lugar en donde el muchacho es en verdad un desaparecido, vale decir, la casa de sus padres en Praga una vez producida la ausencia del personaje, por la evidente razón de que las evocaciones de Karl sólo pueden dar cuenta de su presencia en Europa. De manera que el título de la novela, inacabada como todas las de Kafka, más bien corresponde con lo que el texto no narra: alude a la experiencia que nadie tiene en el mundo ficcional detallado por la narración; se refiere a un estado que adivinamos apenas: es un título que vislumbra, en lugar de enfocar. Así las cosas, la decisión de Brod de cambiarlo también podría deberse a una falta de comprensión del proceder paradójico de Kafka, que llama a su novela con lo que el mundo narrado no hace más que entrever. Admitamos que Brod acierta al titular América, desde el punto de vista más convencional, dado que efectivamente la narración se dedica a detallar la experiencia de Karl Rossmann en el nuevo continente; ahora bien, ciertamente no comprende a Kafka quien lo considera un escritor convencional. Por lo demás, esta, que es la primera de las tres novelas que escribió (¿o debemos decir que “comenzó”?) Kafka, no hace sino anticipar lo que ocurre mutatis mutandis en el caso de El Castillo: el título alude a eso que se persigue pero no se alcanza. En El desaparecido, el título dice lo que se ha producido, pero no se narra. Kafka es ese autor para quien siempre parece importante señalar hacia lo que no está en el texto, pero que de alguna manera condiciona todo lo que sí está. En el caso de El castillo, esto es así evidentemente; en el caso de El desaparecido, el asunto necesita todavía argumentarse. Mi propósito, con este ensayo, es recorrer El desaparecido sin perder esto de vista, lo que me permitirá realizar la anterior argumentación que –disculpas por la inmediata reiteración– considero aún por realizarse, y que retomo de esta forma inicialmente: se trata de una novela escrita para seguir los pasos de quien, en otra parte, es ya un fantasma3. Me esforzaré en probar que el destino del personaje es el de continuar desapareciendo, pero la narración no se detendrá jamás en el punto de vista de quienes sienten la ausencia de Karl: este será un desaparecido para todos, continuamente, excepto por supuesto para sí mismo. Intentaré demostrar que aquí hay una visión de la condición humana que ciertamente no es ajena a la línea dominante del pensamiento kafkiano, expresada en otras obras consideradas de mayor madurez, pero que en esta adquiere matices peculiares que enriquecen aún más el panorama general. Probaré que se encuentra en El desaparecido una posibilidad de lectura con un énfasis específico de la totalidad del mundo novelístico kafkiano. Esto lo sabremos, pienso, al aproximarnos a Oklahoma4. Entre las pocas líneas que Kafka publicó en vida se encuentra el capítulo inicial de esta novela, titulado “El fogonero”. El periplo ha terminado para cuando comienza la narración: el periodo de altamar toca a su fin cuando el barco llega a Nueva York. Es la primera línea. Así ocurre a menudo en las narraciones kafkianas: tras largo viaje, K. ha llegado a las afueras del castillo para cuando inicia la novela; Gregorio Samsa amanece ya convertido en insecto en la primera página de La metamorfosis; Joseph K. ha sido en apariencia ya denunciado y está siendo arrestado al principio de El proceso. No queda sino atenerse ahora a lo que es consecuencia de anteriores acontecimientos: en Kafka, la vida humana se asume VÍQUEZ: El desaparecido aparece 99 siempre como un desenlace. No adelantemos, por ahora, si ese desenlace es inevitablemente fatal; quizás El desaparecido marque aquí una excepción. Pero el punto es que en el mundo kafkiano no vivimos sino como el efecto de estados que nos preceden, y esto va más allá de lo puramente anecdótico en el caso de Karl Rossmann: el hecho de que ahora nada pueda hacerse para cambiar un pasado que en muchos sentidos está consumado y que ya lo ha marcado como un desaparecido de la casa de sus padres, significa más bien que siempre la experiencia humana es algo así como una última onda que percibimos a partir de un origen incierto. Y esa onda, también, produce un movimiento inquietante: los inicios de las narraciones kafkianas suelen conmocionar, si bien los protagonistas consiguen reaccionar sin pánico (el caso por antonomasia sería el de Gregorio Samsa). En Kafka las alarmas se dan desde el principio, pero quienes las reciben ostentan alguna práctica controlándose ante ellas. No obstante lo anterior, Karl Rossmann viene a representar un estado especial de inexperiencia en el desamparo, dentro de la obra kafkiana. Tampoco en él hay pánico: ha llegado hasta Nueva York con mucha mayor tranquilidad de la que cabría esperar en quien, siendo un chiquillo, sale del círculo familiar para ir a dar en territorio lejano e ignoto. Pero no nos engañamos respecto a su falta de experiencia, que enseguida comienza a pasarle factura: ha olvidado el paraguas a la hora del desembarco, y en su atolondrada búsqueda parte, descuidando así el baúl con todas sus otras pertenencias. Enseguida se pierde en el barco que, contra su impresión hasta ese momento final del viaje (todo el Atlántico cruzó Karl Rossmann engañado al respecto), resulta ser inmenso y laberíntico. Y ya lo vemos sucumbiendo en el desconcierto hasta que, por mero azar, da con el fogonero, un hombre gigantesco que lo trata con cortesía y le ofrece ayuda para remediar, hasta donde se pueda, la desatención de sus preciadas pertenencias, celosamente guardadas durante el viaje y luego, en un momento irreflexivo, abandonadas. Karl inmediatamente establece con este hombre un vínculo afectivo que, por su arraigo y sobre todo por su rapidez, delata la situación en que se encuentra: no es más que un chiquillo ansioso por hallar quien sustituya a sus padres en el rol protector5. El fogonero no es, ni de lejos, la persona más apta para asumir ese papel, el cual, en primer lugar, no le vemos pretender: si está dispuesto a ayudar, lo hará de pasada; por otra parte, más bien se encuentra él mismo apurado en resolver sus aprietos, vale decir, una amarga desavenencia con su superior en el trabajo. Por ello, también rápidamente, pasa Karl a interesarse en este problema laboral y personal del fogonero, y si van los dos a la oficina donde se encontrarán con el capitán y con otros personajes importantes, es en procura de resolver el enojoso asunto que compete únicamente al gigantesco trabajador. De manera que Karl muy pronto se transforma de asistido en asistente. Buscaba protección y, en un santiamén, se encuentra más bien proveyéndola. Podría pensarse que Karl se liga así con el fogonero por haber visto en él algún tipo de cualidad especial que lo calificaría mejor para ser su amigo y protector. No obstante, ya sabemos que este antepone sus propios líos a la atención de Karl, líos que en realidad tornan patente su situación nada privilegiada en el barco y –más todavía– en el nuevo mundo al que llega Karl; aún así, podría suponerse que este no es enteramente consciente (por inexperiencia de la vida) de cuán poca es la influencia que un fogonero puede tener en la despiadada América a la que ahora él se enfrenta, pero –curiosamente– Karl no mira a su amigo trabajador del barco sin un dejo de superioridad y hasta de manera bastante prejuiciada: “Ahora, en cambio, le hubiera gustado mucho tener a mano el salchichón para obsequiar con él al fogonero. Pues esa clase de gente es fácil de ganar si, subrepticiamente, se les desliza cualquier insignificancia: Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012/ ISSN: 0377-628X100 Karl lo sabía bien por su padre que, mediante repartos de cigarros, se ganaba los favores de todos los empleados inferiores con los cuales trataba comercialmente.” (Kafka 1982: 14). Karl contempla al fogonero como a “un inferior”, al menos en cuanto pertenece a “esa clase de gente” a la que se puede ganar con obsequios de bagatelas; así lo asume el muchacho desde el primer momento. No debe extrañarnos que pronto se convierta en el protector, en lugar del protegido: esto se derivaba lógicamente de la clase de “protector” elegido por Karl. Es como si este, adrede, hubiera querido cambiar de rol con el fogonero, como si la elección de protector no hubiera sido tanto la obra del azar como la expresión del deseo de Karl de encontrar uno en América con el cual, rápidamente, intercambiar roles6. Se trata, pues, de un chiquillo al que sus padres han echado y que desespera por hallar sustitutos, pero que también desespera por dar un giro a su circunstancia de “hijo desamparado” para convertirse en “hijo protector”. Cuánto necesita el fogonero de manos que lo socorran se hace patente en el hecho de que, aunque consigue hacerse escuchar por sus superiores y, concesión privilegiada, por el propio capitán, su exposición de las injusticias a que supuestamente ha sido sometido a bordo por parte del tal rumano Schubal ni siquiera se reproduce en el texto, a tal grado se juzgan patéticas su desarticulación, impertinencia y desatino. El fogonero termina peleando contra el propio Karl, pues sus luces son tan pocas que no reconoce en este a su abogado defensor, y por más que el muchacho trata de remediarlo, el caso se encuentra perdido. Karl, emocionado hasta las lágrimas por la suerte de un hombre que no hace sino un rato él conoció y que bien poco había hecho por él, no tiene más opción que darse por vencido, no sin antes tratar de evitar que el fogonero lo haga también. Lo último que le procura son consejos acerca de cómo sobreponerse a las adversidades de la situación una vez que él no esté, como el padre que prepara al hijo a emprender un viaje: por cierto que no nos enteramos de que el papá de Karl haya hecho tal cosa con él antes de despacharlo a otro continente. A lo sumo le dio un baúl, pero con la risueña previsión (entre broma y broma, la verdad se asoma) de que Karl no lo apreciaría lo suficiente como para conservarlo por demasiado tiempo. Resulta evidente que muy pronto la suerte del fogonero ha dejado de ser importante para Karl, aunque este sea el último en darse cuenta (dato significativo: el mismo fogonero percibe el cambio antes que el muchacho, cuando se acerca a felicitarlo dejando de lado su penoso lío con Schubal). Es tan extremo el deseo de Karl de convertirse en “hijo protector” que –se llama esto altruismo, quizás, pero todos en el barco lo ven como torpeza o inexperiencia– muy prontamente olvida las necesidades propias para anteponer las del fogonero. Lo cierto es que desde el momento en que el hombre del bastoncillo de bambú, mero observador impaciente del enfrentamiento del fogonero versus Schubal, interviene para identificar a Karl Rossmann como su sobrino, a quien él (aquí nos enteramos), nada menos que un senador y un empresario exitoso de los Estados Unidos, viene a recoger, todos parecen tener claro que la historia del fogonero, de por sí ya demasiado extensa y sobredimensionada en medio de los muchos pendientes del desembarco, no interesa más. Todos, excepto Karl. Muy a lo David Copperfield, el libro que sirvió de modelo explícito de Kafka a la hora de redactar El desaparecido, en Karl Rossmann el desamparo y la inexperiencia se confunden con la bondad y la falta de egoísmo al extremo de que quienes lo rodean pueden tomarlo por muy necio o por muy raro7. Su tío, por ejemplo, no duda en calificarlo de “hechizado” por el fogonero, y esto asumiendo, equivocadamente, que la relación entre ellos data de mucho más atrás que unos cuantos minutos8. Y no faltarán pronto quienes, al igual que le ocurre al personaje de Dickens, se aprovechen de este rasgo del carácter de Karl para sacar provecho personal de manera más o menos descarada y despiadada. VÍQUEZ: El desaparecido aparece 101 De momento, queda Karl en manos de su tío, quien no tratará de aprovecharse de su bondad e ingenuidad, pero que comienza por censurar tajantemente el vínculo de Karl con el fogonero y le pone fin. El tío demandará, desde el principio, una obediencia incondicional, que Karl, por cierto, y posiblemente en razón de una bondad que bien puede inclinarle a la aquiescencia, no tiene intenciones de negarle. Pero este distanciamiento del senador Jakob hacia los sentimientos de Karl con respecto al fogonero, le dan un cierre algo amargo al capítulo primero: no sabe el muchacho, viendo a su tío actuar de esta forma poco considerada hacia sus emociones, si podrá este tomar el lugar del fogonero. Bastante hay de absurdo en la formulación misma de la duda: ¿acaso el fogonero había pasado de dedicar a los sentimientos de Karl algo más que un minuto de menguada atención? Es decir, las expectativas de Karl acerca de cuál iba a ser el rol del fogonero en su vida son tan injustificadas como el hecho de que piensa que el tío, quien se lo lleva verdaderamente bajo su protección (y este sí que es un hombre capaz de dispensarla), quizás no consiga reemplazar para él al fogonero. Todo lo piensa Karl como si este hubiera sido un verdadero protector o al menos una persona comprensiva con él, lo cual no es verdad. Sólo se logra entender a Karl si se lee entre líneas que en realidad este personaje no está buscando ser más el “hijo protegido” sino el “hijo protector”, en cuyo caso está claro que el poderoso senador Jakob no desempeñará bien el papel9. De aquí posiblemente que el tío y él (sumado a las opiniones, por ahora no lo suficientemente veladas, que el primero alberga sobre la familia más cercana del segundo) comiencen con el pie izquierdo10. Suele ocurrir así en Kafka: las relaciones humanas no se conciben de manera esperanzadora; en cada contacto, en cada gesto casi que las personas efectúan, se desliza más o menos evidentemente una gota de amargura que a la postre pasará la factura. En buena parte, esto se explica –me parece– en el universo kafkiano por algo que ya he traído a colación aquí, y es el hecho de que Kafka nunca plantea que una experiencia humana parta de la nada. Toda relación se efectúa como la consecuencia de actos previos no necesariamente realizados por los propios personajes, sino también por otros, pero que los primeros cargan sobre sus hombros. Tal el caso de Karl con lo que el senador llama “su respectiva parentela”. El tío, pues, no admite la presencia futura del fogonero en la vida de Karl. Nada parece más lógico a sus ojos, dado que su sobrino ahora está destinado a horizontes en los que no puede haber espacio para alguien perteneciente a un estrato tan bajo. Pero, además, aquí comienza a plantearse un rasgo muy dominante en la personalidad del tío: este es un hombre incapaz de tolerar la competencia. O quizá debo decir, aludiendo a su formación como político y empresario en una democracia liberal como la estadounidense, que Edward Jakob es persona acostumbrada a lidiar con la competencia para aniquilarla11. Nada le cuesta librarse del fogonero; en realidad, ni siquiera debe desarrollar un proyecto para tal, le basta con un gesto. Pero que no se nos pase la importancia del gesto: el nuevo “padre” de Karl Rossmann establece desde el principio que en su casa nadie más es bienvenido. La presencia de otros dioses queda prohibida; el politeísmo está abolido. El tío le entregará mucho a Karl, que al fin y al cabo es su elegido; incluso pensamos en que el muchacho (en ausencia de hijos propios del senador Jakob) será su sucesor. No actúa con esta generosidad por pedido expreso del propio Karl o de sus padres: intervino la sirvienta a quien Karl embarazó para que el tío se diera cuenta del viaje que el muchacho efectuaba. Ella, que ha sido separada con todo y criatura por motivos bastante mezquinos, es quien se preocupa por el padre de su niño, pese a lo poco que este padre se preocupa por ella y el bebé. Admitamos que la sirvienta ha forzado a Karl al encuentro sexual producto del cual se dio el embarazo; la Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012/ ISSN: 0377-628X102 narración nos presenta a un chico bañado en lágrimas tras haber sido seducido12. No obstante, hay que admitir también, como bien lo dice el tío, los padres de Karl “[...] se lo han quitado de encima , como se echa de casa a un gato que resulta molesto [...]” (Kafka 2005b: 36) porque deseaban “[...] eludir los gastos de manutención o cualquier otro escándalo” (Kafka 2005b: 37): se desentienden, así, tanto del hijo como del nieto de una manera que el senador no duda en calificar de irresponsable. (Un detalle más: el nieto ha sido bautizado con el nombre de Jakob). El senador de momento olvida ocuparse de este sobrino nieto que lleva su nombre, aunque el hecho de que lo mencione sugiere que quizá piensa intervenir en el futuro del pequeño, si la ocasión lo permite. Y, sin duda alguna, ha decidido hacerse cargo completamente de su sobrino, desechado por sus propios padres: otros dioses te abandonan, Karl Rossmann, pero este te ha elegido para ser el tuyo. Como resulta obvio, un dios que exige exclusividad sólo lo hace como parte de una actitud demandante. Todo tiene un precio de vuelta en los bienes que otorga el “padre”. Karl recibe socorro prolijo: se instala con toda comodidad en la mansión y el negocio de Jakob; le ponen profesores de inglés y de equitación; incluso le regalan un piano cuando lo demanda. En cambio, el tío le exige una fidelidad tan absoluta que raya en la patología, por lo cual no es difícil comparar esta situación, como lo hemos venido haciendo, con la que provoca la actitud del tremebundo Dios del Deuteronomio: “No vayas tras dioses extraños [...]” (VI, 14) El tío pretende, dada la opinión desfavorable que tiene hacia la parentela europea de Karl, que este está renaciendo ahora: “[...] los primeros días de un europeo en América bien podían compararse a un nacimiento” (Kafka 1982: 43) El tío es quisquilloso y no poco arbitrario: provee a Karl de una habitación con balcón pero le advierte de los peligros de ser demasiado observador por medio de este; también le da un escritorio, pero prefiere que Karl no lo use más que de manera superficial. Se evoca así la típica actitud contradictoria de ese dios que pone en el ser humano tanto la tentación como la prohibición, el dios que planta el árbol al tiempo que veda el probar sus frutos, el que dota de inteligencia pero querría que esta no se utilizara sin limitantes severas. Por grande que resultara la capacidad de obediencia de Karl, parece inevitable provocar la censura del tío. Tras una invitación que le cursa un amigo y socio de este, y que el senador hubiera podido rechazar abiertamente en nombre de su sobrino (bastaba una prohibición expresa que nadie hubiera cuestionado), el tío repite el gesto de los padres de Karl, y lo separa de su lado sin miramientos y sin proveerlo de herramienta alguna para su supervivencia. Es el tío quien ha presentado a Karl con el señor Pollunder, el cual lo invita; es el tío quien con alguna ambigüedad hace ver que esa invitación (nadie sabe por qué motivos y Dios no tiene por qué aclarar los suyos) le produce desazón pero, al mismo tiempo, pone a Karl en una situación en la que resultaba difícil no mostrarse descortés al rehusarse a acompañar a ese señor13. Karl se convierte en la víctima de una circunstancia de la que no podía salir bien librado: o se comportaba con poca gentileza, lo que también hubiera podido censurar el tío, o “desobedecía” a su pariente. Y si escribo el verbo anterior entre comillas, es porque en realidad jamás manifestó el tío su voluntad sin una buena dosis de ambivalencia. Hay aquí sin duda la evocación de un dios frente al cual siempre sale uno perdiendo: aquel que ha determinado, de previo, que todos somos pecadores y todos merecemos castigo, y cuya ley no deja de presentar lagunas en las que fácilmente se deslizará el ser humano hacia la falta. El capítulo tercero, “Una quinta en las afueras de Nueva York”, es el que desemboca en la ruptura con el tío. Antes de estudiarlo, me permito señalar que, hacia el final del capítulo segundo, Karl, que viaja en el automóvil de Pollunder rumbo a la casa de este, se está cayendo de sueño. Así, este capítulo tercero bien puede considerarse escrito en ese tono de pesadilla VÍQUEZ: El desaparecido aparece 103 tan propio del Kafka de El castillo, El proceso y La metamorfosis. En todos estos textos, hay una ambigüedad inicial que nos anuncia la posibilidad de que la narración evoque un mundo ficcional de carácter onírico14. Lo mismo ocurre en El desaparecido, aunque no ciertamente de manera tan uniforme como en otros textos kafkianos, pero definitivamente sí en este capítulo tercero, en el cual vemos a Karl ir y venir del sueño a la vigilia, desfalleciendo por el cansancio a medida que su suerte con respecto al tío se decide, ya pasada la medianoche. Las previsiones de Karl, que pronto se demostrarán incorrectas, apuntan hacia un lugar poco menos que paradisíaco y, sobre todo, aislado y seguro: “[...] sería huésped bienvenido en una quinta iluminada, rodeada de muros, vigilada por perros [...]” (Kafka 1982: 58) Un objetivo no demasiado diferente del que persigue K. en El Castillo. En lugar de eso, topa con un laberinto de nuevo (ya lo hemos visto extraviarse en el barco), con el agravante de que el edificio donde vive Pollunder está casi en su totalidad a oscuras. La velada fracasa abruptamente desde su inicio, pues aunque Klara, la en principio agradable hija del dueño de casa los espera con el amable deseo de entretener a Karl15, también aguarda allí un siniestro personaje, otro amigo del tío (su mejor amigo, escribirá el senador en la nota a Karl, pero ciertamente no el mejor amigo del muchacho, a quien desea la perdición), el señor Green. Este señor Green viene en apariencia para hablar de negocios con Pollunder, lo cual disgusta a este muchísimo, pero da la impresión de que el dueño de casa no tiene más opción que complacer a este visitante, que no invitado. La cena en compañía de Green no puede ser menos placentera para Karl, quien llega no sólo a perder su apetito, sino que incluso sufre náuseas a la vista de un grotesco señor Green de apetito voraz y locuacidad incontenible. Lo cierto es que tampoco Pollunder se encuentra a su gusto, y Klara es la única que al menos concede una sonrisa o una frase corteses al señor Green. Pero, muy al estilo de la incoherencia propia de una pesadilla que tan magistralmente sabe expresar Kafka, de pronto también Pollunder se torna ofensivo con Karl o, al menos, así le parece a este: “En vano intentó Karl explicarse la conducta del señor Pollunder. Este permanecía sentado con la vista fija en su plato, contemplándolo como si fuese allí donde sucedía lo que en verdad importaba. No atrajo hacia sí la silla de Karl; y si alguna vez hablaba, lo hacía con todos y a Karl no tenía nada especial que decirle. En cambio toleraba que Green, ese viejo y escaldado solterón neoyorkino, tocase con intención bien evidente a Klara, que ofendiese a Karl, invitado de Pollunder [...]”. (Kafka 1982: 65) Cuando Karl por fin consigue escapar, en compañía de Klara, de las garras de Green, ocurre otra de esas transformaciones pesadillescas: la hasta entonces hospitalaria anfitriona agrede, literalmente a golpes, al muchacho, pues no tolera la más mínima desobediencia de este. Después de ello, Karl termina de tomar la decisión de regresar cuanto antes a Nueva York, a la casa del tío. Está claro a estas alturas que Rossmann ha venido a internarse entre enemigos: de Green se dice que “[...] el necesario enlace social entre ellos ya se establecería con el tiempo, por la victoria o el aniquilamiento de cualquiera de los dos” (Kafka 1982: 68); de Klara ya hemos visto su violento arraigo en sus caprichos y su egoísmo; de Pollunder –quizá el menos virulento– hay que sospechar al menos una gran debilidad de carácter que lo hace de poco fiar. El paraíso con que Karl se había visto tentado resulta un infierno, no carente de demonios abiertamente repulsivos como Green o disfrazados de ángeles como Klara16. Y para cuando Karl se decide a huir, ya es demasiado tarde: ha pasado la medianoche y Green, sin disimular su satisfacción, entrega a Karl la carta en la que el tío rompe con él. Green actúa con alevosía, y cuando se ve descubierto, cubre su vergüenza con enojo: el tío le daba a Karl hasta la medianoche como plazo para arrepentirse por haber decidido alejarse de él; Green se Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012/ ISSN: 0377-628X104 aseguró de que Karl no tuviese ocasión de hacerlo; lo retuvo con artimañas para que, aunque lo sabía decidido a regresar al seno del tío, no lo consiguiese hacer dentro del plazo. Karl se da cuenta poco después y le reclama, sin que haya nada ya que se pueda remediar. Pero Green es, repito, según la carta del senador, el mejor amigo de este: así se nos muestra una “teología” muy propia de Kafka: Dios es amigo del diablo, con cuyo concurso procede a entablar relaciones con el ser humano. Y si ahora lo que viene es la expulsión del paraíso en que Karl vivía, bajo la protección del tío, la impresión final que podemos tener de este es que su reacción ante una falta pequeña como la que ha cometido Karl es tan drástica, dados además los atenuantes que aquí hemos comentado, que hay una evidente desproporción entre el pecado y la penitencia. Pero el caso es que esto también corresponde con la visión kafkiana de la relación entre el ser humano y un supuesto dios castigador: piénsese en El proceso17. Con Karl de patitas en la calle, expulsado por segunda vez (la primera fueron sus padres quienes lo hicieron; la segunda ha sido el tío, secundado por ese demonio de Green y por la seductora Klara, que indirectamente asume el rol de Eva) se inicia el capítulo cuatro, titulado “Camino a Ramsés” o “La marcha hacia Ramsés”. El nombre de la ciudad ficticia cercana a Nueva York (el trayecto consume aproximadamente una jornada a pie desde la quinta neoyorkina de las afueras) ya nos remite al libro de Éxodo. Karl Rossmann, primero desaparecido de Europa, desaparece ahora de la vista de su tío, quien lo expulsa sin dejar de manifestar un profundo cariño por él. Esto quizá no deba extrañarnos, habida cuenta de las resonancias tan al pelo con que se lo puede leer en el contexto judaico: el torturador dios de los hebreos no ha dejado de manifestar su preferencia por el pueblo elegido, al que sin embargo no cesa de corregir con el látigo. El suyo es un amor que mata, y que desde el Génesis no hace sino acompañarse con un gesto de extrañamiento, un distanciamiento hecho a propósito, una expulsión que se retoma por ejemplo en los cuarenta años de errabundo camino por el desierto de la mano de un desorientado Moisés. En El desaparecido Rossmann va camino a la ciudad que lleva el nombre del faraón opresor; de esta forma, Kafka lee lo que ha sido el verdadero destino de los elegidos por Dios: un rechazo constante. Además, si el destino es Ramsés, ya podemos estar seguros de que hará falta liberarse de tal. No es en el nombre del faraón tiranizante donde han de conocerse la plenitud y la libertad. Será necesario un largo camino para ello. El camino que lleva a Oklahoma. Inicia este capítulo cuatro con el conocimiento que hace Karl de dos personajes muy representativos de esa fauna americana tan dispuesta a sacar provecho de la ingenuidad y el candor de Rossmann. Como una reiteración de las constantes alusiones al mundo onírico que ya he comentado inundan los textos kafkianos, el primer contacto que tiene Karl con el francés Delamarche y el irlandés Robinson ocurre cuando los encuentra dormidos en un cuarto de fonda compartido. Son dos pobres inmigrantes, tan jóvenes como Karl, pero ya con mucha más experiencia de la vida y por supuesto con lo que en español de Costa Rica llamaríamos “mucho más colmillo”. Cuando por fin despiertan, asumen –sobre todo Delamarche, que es el líder– que Karl se les unirá en la peregrinación hacia Butterford (sitio al que finalmente nunca llegarán) en busca de oportunidades laborales. Y, más aún, asumen que Karl ha entrado en sociedad con ellos, sin que este sea realmente consultado al respecto. Esto se traduce en una comunidad de bienes materiales que por supuesto favorece a los dos granujas, que en primer término disponen de la venta de un traje de Karl (sin que se sepa cuánto se embolsan en la transacción, pero sin que haya dudas de que ha sido mal negocio para Rossmann) y que luego, al comer, señalan con rapidez hacia este último como el responsable de la cuenta. VÍQUEZ: El desaparecido aparece 105 Aunque no lo entusiasma demasiado (otra había sido su actitud al trabar conocimiento con el fogonero), acepta Karl la camaradería que le ofrecen. Delamarche y Robinson al menos cuentan con un plan vital para ganarse el sustento, aunque este sea uno que no presenta garantías de ningún tipo. Es sólo que Rossmann no se halla en posición de darse alguna alternativa: ya lo habíamos escuchado confesarle a Pollunder que dependía completamente de la buena voluntad de su tío; habiendo desaparecido esta buena voluntad (que le daba guía y sustento), se encuentra Karl perfectamente al garete. Es en este capítulo cuando vemos ocurrir un mínimo vistazo que le da Rossmann a una Biblia, y que no llega a producir lectura alguna: no es en el mensaje del judeocristianismo donde puede hallar orientación en este su momento de nuevo total desamparo. Su busca de guía finalmente desemboca –aquí sí con detenimiento—en el examen de la fotografía de sus padres. Evoca Rossmann una fotografía en la que sus padres aparecían con él, pero que no tiene consigo: asumimos que ha quedado en Europa y es ahora de las pocas imágenes que tienen los padres del desaparecido, si no la única. Luego concluye que la fotografía que posee solamente logra retratar con justicia a la madre, quien aparece marcada por el disgusto; en tanto, el padre se difumina en el misterio con que suelen aparecer las figuras paternas en Kafka: siempre enigmáticas, ambiguas y no poco amenazantes. Es a la luz de esta fotografía que Karl considera, por vez primera, la posibilidad de escribir desde América a sus padres, quienes se lo habían solicitado (el padre, como es usual, con severidad), posibilidad a la que el muchacho –en la amargura que le produjo la forma cómo ellos se han deshecho de él—había rechazado de plano, incluso con rabia. Más tarde, Karl se ausenta para conseguir comida en un hotel cercano y deja el baúl con la fotografía en manos de Robinson y Delamarche, y estos registran el baúl, según su habitual proceder abusivo, luego de lo cual la fotografía desaparece. Karl decidirá romper su alianza con estos individuos y se duele, más que por ninguna otra pérdida, por esta última. Con la falta del retrato ha dejado ir la última evidencia material y simbólica de la relación con su familia. Parece que ahora está realmente solo. Y, por cierto, su proyecto de escribir a casa no volverá a retomarlo: el episodio de la pérdida de la fotografía puede interpretarse como una forma de sugerir que Karl, aunque mal de su grado (ofrece recompensar a los malandrines si le devuelven esa foto), debe cerrar la puerta ya de por sí muy pequeña a través de la cual todavía se quiso una última vez parte de una familia. Ha llegado Karl al Hotel Occidental. El nombre evoca ese destino apetecido por los inmigrantes, sin que deje de haber en el hecho de que se trate de un “hotel” una insinuación sobre el carácter provisional, de paso, que ostenta ese destino. Y, en efecto, Karl será muy pronto bien recibido como trabajador en el establecimiento, y quienes lo acogen (la cocinera mayor y su asistente, Therese) albergan la expectativa de que se quede allí permanentemente18, pero ello no ocurrirá. Es un hecho que el propio Rossmann parece tener prisa por establecerse, y si continúa sin hacerlo no es por falta de voluntad, sino porque la adversidad lo persigue. Me parece claro que así anticipa Kafka el problema central planteado en El Castillo: el hecho de que el ser humano no tiene un destino bien definido en el universo, pues su voluntad de darse un espacio donde asentarse con seguridad no concuerda con las condiciones de su entorno. La ocupación de Karl será la de ascensorista, lo que no deja de presentar una cierta evocación del mito de Sísifo. Sube para bajar para subir para bajar…19 Después de jornadas diurnas o nocturnas de doce horas, y pese a que las condiciones del dormitorio colectivo donde se hospedan los chicos ascensoristas no pueden ser menos propicias para el descanso, todavía encuentra Karl el espacio para dedicarse al estudio de temas comerciales y para compartir Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012/ ISSN: 0377-628X106 con Therese. (En realidad, a menudo hace las dos actividades simultáneamente, puesto que es Therese quien lo asesora –no sin titubeos– en sus estudios). Esta muchacha contrasta con la seductora Klara Pollunder, pues no tiene su belleza ni su fuerza, pero en cambio comparte con la rica heredera una cierta agresividad en el trato hacia Karl: con ella, son tres las mujeres que hemos visto tomar la iniciativa erótica hacia Rossmann (la sirvienta que lo seduce, Klara y Therese). En los dos primeros casos, se han establecido relaciones que terminaron produciendo pesadumbre en Karl y contribuyeron a sendas expulsiones de que fue objeto; Therese será la primera en serle beneficiosa. Ahora bien, como en el caso de Klara, no deja de presentarse una gran ambigüedad en cuanto a la naturaleza de la relación. Recuérdese que la muchacha Pollunder, que parecía prometer mucho más, resultó decepcionante y al final (luego incluso de recibir una golpiza) se encontró Rossmann con el novio oficial de la chica metido en la cama de esta. En cuanto a Therese, esta se escurrió hacia el cuarto provisional de Karl casi al momento de conocerlo, pero sin que el vínculo afectivo entre ellos diera lugar a la actividad propiamente erótica. Más bien da la impresión de que el sentimiento predominante en Karl es el de la compasión, pues Therese es una muchacha escuálida y con una historia de vida sumamente desdichada, que ella lleva en la boca. Y –sin lugar a dudas– es Therese quien ha determinado pegársele a Karl, a lo cual este tan sólo otorga su consentimiento. De la mano de una fatalidad muy propia de Kafka, la desgracia cae sobre Rossmann a la primera oportunidad20. Robinson se presenta borracho y enfermo con la intención de buscarlo en el hotel, y esto –aunado a la incapacidad de Karl para dejarse de consideraciones hacia quien no las tiene con él– lo fuerza a ausentarse de su puesto de ascensorista sin dar parte a sus superiores. Se trata de una ausencia brevísima, que ocurre incluso poco después de que él mismo hubiera tenido que esforzarse por un largo rato para cubrirle las espaldas a un compañero previamente ausente. No obsta para que sea Karl pillado en abandono de sus funciones por algún influyente personaje. Inmediatamente es sometido a juicio por parte de sus superiores, quienes demuestran hacia él una inquina que sólo se puede explicar como una válvula de escape por su frustración en empleos fatigosos y enajenantes: cada cual ha de buscar, por debajo de su situación laboral, a un mínimo ser en el cual descargar su ira y su amargura. Le toca a Rossmann ser, en esta circunstancia, “el último de la fila”. Todo se alinea en su contra para agravar el caso: encuentran a Robinson en el escondite donde Karl lo ha dejado, escondite no demasiado bueno, pues se trataba de la cama de otro de los ascensoristas (pero es que no se le puede pedir a Karl que sepa disimular las irregularidades acertadamente; ello sería tanto como pedírselo al bueno de David Copperfield). El muy bocón beodo delata a Rossmann y hasta opone resistencia –sin ningún éxito– cuando lo sacan de allí. En el juicio que se ejecuta y termina en despido, todos (incluida la maternal cocinera mayor) se van convenciendo de la culpabilidad de Karl (algunos, como el portero mayor, están de antemano convencidos); hasta se confunde a Rossmann con otra persona de conducta sospechosa. La escena en la que los enemigos lo agreden y los amigos se llenan de suspicacia hacia el inocente, anticipa sin duda El proceso: todo se tuerce de modo que el acusado no tenga esperanza, en medio de una turba de empleados predispuestos en su contra. Al final, se libra por muy poco de ser entregado como ladrón a la policía, pero no de una mal que bien asestada paliza que solamente se termina porque huye. Otra vez Karl se encuentra desaparecido: no se presentará a la dirección que la cocinera mayor, en un nuevo intento por ayudarlo, le proporcionará. El destino de Karl se repite: ser mal juzgado y ser expulsado. Es la tercera vez que lo vemos sucumbir ante esta suerte, que describe y anticipa tanto El proceso como El castillo. VÍQUEZ: El desaparecido aparece 107 Añado que Rossmann, al ser repelido por su familia europea y americana, tanto la familia consanguínea como la afectiva (puede considerarse que la cocinera mayor y Therese lo habían adoptado en cierta forma), también se asemeja en su suerte al Gregorio Samsa de La metamorfosis, pues este es otro desaparecido: al fin, este relato trata sobre una transformación que implica tanto una desaparición como una expulsión. Ahora bien, mientras en La metamorfosis la narración versa acerca de las consecuencias propias de la sustitución de Samsa por el insecto, El desaparecido se aleja de los lugares en los que Karl ya no está. Karl volverá a las garras de Delamarche y Robinson, quienes ahora viven con un curioso personaje, una obesa cantante llamada Brunelda. Cuando lleva a un Robinson apenas maltrecho pero quejumbroso como un malherido de vuelta a casa, en un taxi, Rossmann se ve envuelto en un pequeño lío con un policía21. Karl es incapaz ya no digamos de mentir oportunamente, al menos de maquillar un poco la verdad en su favor. Pues lo cierto es que cuando el policía que topa al bajar del taxi lo interroga, bien pudo haber presentado su abandono del Hotel Occidental sin admitir directamente el haber sido despedido. Además, aunque había sido amenazado por el iracundo portero mayor con acusarlo por ladrón, lo cierto es que tal no se había producido aún en el momento de su huida, y no por falta de voluntad de sus enemigos, sino por la ausencia de pruebas. Pero Karl deja que se le trasluzcan todos sus miedos y el policía lo mira con recelo. Cuando por fin se decide a mentir para negar que ha estado empleado en el Hotel Occidental (teme mucho que lo lleven de vuelta a la presencia de sus sádicos ex patrones), lo hace tan mal que después sólo la intervención de Delamarche y Robinson, así como el vigor de sus piernas, lo salvan de una detención. Pero ahora Delamarche lo amenaza con una denuncia a la policía si no lo sigue. Su proyecto es emplear a Karl de sirviente, pues Robinson (que lleva tiempo convertido en uno y que es la mar de perezoso) no da abasto para servir a la exigente Brunelda. De hecho, Delamarche es algo así como un “amante-sirviente”, es decir, que se dedica a servir a Brunelda, que es quien se dice posee dinero (antes estuvo casada con un hombre rico que todavía suspira por ella), además de gozar de su intimidad. Karl no consentirá en ello sin la mediación de mucha más violencia: a golpes que lo conducen hasta la inconsciencia es como logran que permanezca en el apartamento de la cantante. Y en realidad Rossmann está deseoso de huir hasta que, durante la madrugada, conversa desde el balcón con un estudiante que se halla en un balcón vecino, y este le hace ver las enormes dificultades que tendría para hallar otro empleo22. El proceso tan arduo y con tan pocas esperanzas de éxito y de producir seguridad con que los habitantes de América proceden a ganarse la vida también anticipa la lucha sin fin del agrimensor K., o más bien del eterno aspirante a agrimensor K. (recuérdese que jamás ejerció: si lo contrataron de algo, fue como bedel de la escuela). Brunelda representa la incursión más acabada de lo grotesco en la vida de Karl Rossmann. De hecho, este comienza a trabar conocimiento con ella mientras presencian, desde el balcón, un desfile político que tiene mucho de carnaval: la democracia americana se asemeja a una festividad medieval de las que Bajtín describe. Brunelda es toda ella un cuerpo voluminoso y al mismo tiempo deseable23. Brunelda es una voluptuosidad que, de tan abundante, no puede movilizarse sin ayuda, no logra bañarse sola, no consigue cambiar de apartamento sin que haya que cargarla en un vehículo para enfermos, una especie de carreta. (Esto ocurrirá más tarde, en el ¿último? de los fragmentos que Kafka dispuso antes del capítulo final, inacabado, del Gran Teatro Natural de Oklahoma24). Karl entra a su servicio, como hemos visto, por la fuerza, pero no tarda en procurar la excelencia en sus labores: apenas al Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012/ ISSN: 0377-628X108 día siguiente lo vemos poner todo de su parte para que la caprichosa cantante, que grita a viva voz sus malacrianzas y trata de imponer su voluntad a ciegas, se desayune de la mejor forma posible (que no es tampoco muy buena: el edificio en que viven ofrece un servicio de comidas indigesto)25. Hay en este Rossmann una suerte de tozudez en mantenerse fiel a la rectitud en cada labor que emprende, al punto que a ratos no sabemos si ello es admirable o francamente deplorable. De nuevo, podemos reconocer aquí la actitud persistente del agrimensor K., a quien todos a su alrededor consideran sin posibilidades de éxito, pero que sigue en sus trece. Acaso haya que aplaudir a los defensores de las causas perdidas, pero hemos de admitir parejamente que, desde el Quijote, es una tradición el reírse de ellos. Lo que Brod consideró el capítulo ocho de la novela en realidad no tiene un número en el manuscrito. Debo decir que concuerdo con Brod al pensar que este deba ir al final de una obra que, como todas las novelas kafkianas, en el fondo no tiene final. “El Gran Teatro Natural de Oklahoma” es, en muchos sentidos, un texto de excepción en la obra de Franz Kafka, y lo es en primer lugar por ser lo que más se parece a un final de novela, aunque sin terminar de serlo. Sé que lo que digo puede sonar contradictorio, pero ese es un riesgo que siempre corre un ensayo genuinamente kafkiano. Veamos si puedo aclarar lo que traigo entre manos. En primer lugar, es evidente que el capítulo, como tal, se halla inconcluso. Rossmann y Giacomo (un antiguo camarada con quien se ha reencontrado) viajan, después de haber conseguido trabajo, hacia Oklahoma, lugar en donde está establecida la sede central del organismo teatral empleador. Los dos párrafos “finales” nos comunican, uno, que el viaje duró dos días y dos noches; dos, que el primer día atravesaron amplias montañas, las cuales se describen. Así pues, sería esperable que, si el capítulo se iba a acabar (y no que simplemente se lo dejó de escribir) hubiera también una descripción del paisaje o de los acontecimientos que marcaron el segundo día de viaje. En cambio, hay un abrupto silencio. Podemos interpretar que no hay conclusión de capítulo, tan sólo interrupción. Ahora bien, si el capítulo está interrumpido, obviamente la novela también lo está. Y si Brod tuvo razón al colocarlo al final, quizás no la tuvo al ponerle el número ocho, cosa que corrigen algunas ediciones posteriores a 1982. El punto es que, aunque sea el último de los capítulos que efectivamente se escribieron, bien podemos asumir que en el plan de la novela que Kafka debe de haber desarrollado, existieron varios capítulos (o al menos uno) que antecederían a este que Brod llamó “El Gran Teatro Natural de Oklahoma”, pero que eran posteriores a los siete capítulos efectivamente escritos. Capítulos tal vez sólo planeados, tal vez sólo iniciados como los dos fragmentos que sí aparecen, tal vez sí ejecutados y puestos en el cesto de la basura o en la hoguera que tan sólo suponemos que Kafka no se atrevió a encender alguna vez él mismo. Esto lo podemos afirmar sobre la base de que en “El Gran Teatro Natural de Oklahoma” se menciona a un personaje, Fanny, con quien Karl ha trabado conocimiento previamente en América, pero que jamás aparece en los textos conservados. También sabemos que Rossmann ha tenido un trabajo, del que nada se ha escrito en los capítulos conservados, que no le gustaba nada y en el cual lo apodaban “Negro”. Debió haber pues (aunque fuera únicamente en la mente de Franz Kafka) al menos un capítulo anterior al de Oklahoma en el que se daban la aparición de este personaje femenino y de este empleo. Con estas salvedades, sí creo posible afirmar que el texto sobre Oklahoma se acerca lo más que es posible acercarse a un final de novela, dentro de la obra novelística kafkiana. Ya sabemos que si El proceso y El Castillo no concluyen es porque no pueden hacerlo: se ocupan de problemas en cuya esencia vive el germen de la postergación. Ahora bien, en el caso de El VÍQUEZ: El desaparecido aparece 109 proceso ocurre algo parecido a lo que aquí vemos: el capítulo que narra la muerte de Joseph K., que tampoco se halla numerado, vendría a ser sin embargo un capítulo final que habría de colocarse luego de una serie interminable de capítulos en los que el juicio se prolonga y se prolonga26. La gran diferencia, en el caso de Oklahoma, y en relación no sólo con El proceso sino con toda la obra kafkiana, es que aquí parece que estamos ante un final feliz. Capítulo inconcluso, por cierto que sí, pero tal vez era mucho pedirle a Kafka que supiera terminar una transformación dichosa de la pesadilla, que siempre fue (sin transformarse) su materia prima para escribir. Ocupémonos ya más propiamente del texto de Oklahoma. Un día no especificado, en una fecha cuya vaguedad se resalta, mira Karl Rossmann un cartel que dice que “por el día de hoy” (más específicamente, de las seis de la mañana hasta la medianoche) el Gran Teatro Natural de Oklahoma iba a estar haciendo contrataciones de personal. La leyenda es grandilocuente y –lo que se podría interpretar como mero truco publicitario –asegura la contratación irrestricta de todo aquel que se presente. En este sentido, Karl parece haberse topado con una suerte de reelaboración de la bienvenida que reza la Estatua de la Libertad, estatua que en la versión kafkiana dada en el capítulo primero era mucho menos acogedora con los visitantes: de hecho, Kafka la retrata con una espada en la mano en lugar de una antorcha. Ahora sí se halla Rossmann ante una invitación abierta, sin condiciones; ello sin embargo no parece despertar demasiado interés en los transeúntes que acompañan a Karl. Es tan poco restrictiva la invitación que posiblemente muchos no la toman en serio; además, y esto lo hace ver el texto, no se menciona paga alguna. De aquí posiblemente las dudas que muchos albergarán antes de presentarse. Hay, por lo demás, una multitud de carteles por doquier y “[...] en los carteles no creía ya nadie” (Kafka 2005b: 258). Señalemos también que la falta de referencias temporales concretas (¿qué día es exactamente ese “hoy” de que habla el cartel y cómo saber cuándo fue colocado este?) suenan bastante a esa broma usual en las pulperías de Costa Rica: “Hoy no se fía, mañana sí”, lo que debiera acrecentar la desconfianza. Pero no la de Karl, quien está inspirado en el siempre lleno de fe David Copperfield. Y esta vez, en apariencia, ha tenido la razón al no desconfiar. En el hipódromo de Clayton se ha instalado, con el fin de reclutar a todo el que lo solicitase, la gente del Gran Teatro Natural de Oklahoma. La pesadilla kafkiana aquí se ha tornado un buen sueño, sin que dejen de darse, no obstante, por aquí y por allá, elementos disfóricos. Por fin Rossmann parece haber llegado al cielo: son una serie de muchachas, vestidas de ángeles, quienes reciben a los viajeros a la entrada del hipódromo. (No obstante, tocan bastante mal los instrumentos con que se acompañan y producen más bien aprehensión entre quienes llegan; además, nos enteramos de que luego las habrán de sustituir unos muchachos vestidos de diablos y no poco escandalosos). El Teatro, en Oklahoma, recibe a todo el mundo y no tiene límites; esa ubicuidad le da un carácter casi místico. (No obstante, Karl se extraña de que más gente no se muestre realmente entusiasmada por ingresar en un lugar tan hospitalario, como si hubiera gato encerrado). La contratación de Rossmann se da efectivamente, y pese a no contar con documentos de identificación; de hecho, se hace emplear con el apodo de “Negro”27. (No obstante, su contratación ha debido efectuarse luego de un desfile bastante tedioso y lento por una serie de escritorios donde los burócratas del Gran Teatro Natural de Oklahoma lo van remitiendo, lo que llega a provocar el enojo del ordenanza que lo guía: incluso en este supuesto paraíso la burocracia existe, lo que nos anticipa las andanzas de otros personajes kafkianos menos afortunados a la hora de lidiar con funcionarios, como lo son K. y Joseph K.). Y cuando “Negro” y todos los demás Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012/ ISSN: 0377-628X110 (incluido el ascensorista que dormía en el trabajo, el débil Giacomo) han sido aceptados y contratados, la celebración con viandas en abundancia no se hace esperar. (No obstante, hay un cierto desorden imperante, cierta premura por terminar, algún peligro de que la alegría y la ceremoniosidad provoquen la pérdida del tren y, sobre todo, hay una desatención por parte de las autoridades del Teatro hacia los discursos de agradecimiento que efectúa, algo fuera de lugar, algún comensal y trabajador agradecido). De modo que el Gran Teatro Natural de Oklahoma se ofrece como un destino final, ahora sí, de plenitud para Karl Rossmann, pero sin que dejen de vislumbrarse nubes en el horizonte. El capítulo viene a ser lo más cercano que escribió Franz Kafka de un capítulo eufórico, un final feliz. Pero, llegado a este punto, Kafka era incapaz de seguir a Dickens: David Copperfield pasa por la tempestad para llegar a la calma y la felicidad, pero Franz Kafka no será nunca el autor de A Christmas Carol. Las nubes no se disipan y, además, cuando ya van en el tren hacia Oklahoma (aceptémoslo: sólo se habían preparado para ingresar en el cielo prometido; no lo habían logrado todavía), se interrumpe la narración. Es imposible llegar a Oklahoma. Y aquí entendemos que en El desaparecido nos hallamos en el mismo terreno de los objetivos imposibles que intenta medir el agrimensor K. de El Castillo. Rossmann, que ha desaparecido de Europa, de la casa del tío, del Hotel Occidental y del servicio de Brunelda, todavía pretende llegar a un sitio del que no tendría que huir: Oklahoma sería ese lugar. Pero, como le pasa a K., descubre que tal cosa es imposible. Su destino es el de desaparecer siempre; destino humano al fin, el que nos aguarda a todos: la existencia es una estela de pequeñas muertes que los fantasmas que somos dejamos en el camino, hasta llegar a la muerte definitiva. La diferencia con el agrimensor K. estriba en que Rossmann sí consigue, al menos, un momento de dicha con la experiencia de una promesa que se le presenta como factible. La felicidad –si se quiere, muy menguada– que Kafka consigue retratar en El desaparecido es la de esta breve vivencia de la promesa. Y si es posible leer esta felicidad como una mera ilusión de la que veremos a un autor más maduro curarse luego (cuando sea el escritor de El Castillo), también es posible ver aquí a un Kafka que consigue entender más quijotescamente la ilusión. Pues, como en el caso del Quijote, puede que las ilusiones no sean más que espejismos, pero de esos espejismos es necesario alimentarse para sostenerse. No es posible llegar a Oklahoma, pero sí lo es albergar la esperanza feliz de estar allá alguna vez. Y si somos fantasmas como Karl Rossmann lo es invariablemente a los ojos de los demás, lo cierto es que para nosotros mismos jamás lo seremos: nuestra suerte es la de permanecer vivos a nuestros ojos, mientras ojos tengamos. Jamás llegar a Oklahoma es inevitable, pero la felicidad pequeña de la esperanza puede dársenos. ¿Es otro Kafka el de El desaparecido? Sí y no. No lo es porque anticipa mucho de lo que sus obras mayores y mejor conocidas después plantearían. Pero asimismo hay diferencias. En primer lugar, Karl es un “bicho raro” en la consideración de bastantes de aquellos con los que traba contacto: el personaje parte de inspirarse en la excepcionalidad positiva de un David Copperfield (que sólo era maljuzgado por quienes representaban la malevolencia) hasta evolucionar hacia una anticipación del insecto en que se ha convertido Gregorio Samsa (quien causa una repulsión generalizada, incluso entre los miembros de su familia, alguno tan encantador como su hermana). Pero las diferencias con La metamorfosis saltan a la vista tanto como puede hacerlo un insecto repulsivo que decide quedarse en casa, en vez de un metafórico bicho raro al que se manda a mudar de inmediato: el primero es Samsa y el segundo es Rossmann. VÍQUEZ: El desaparecido aparece 111 En segundo lugar, Karl es además el objeto de diversos juicios, desde el que hacen de él sus padres (pues lo han de creer lo suficientemente culpable como para castigarlo con la deportación), pasando por el del tío (que se convence de que Karl no puede dar pie a nada bueno, por el prejuicio de que provenga de una familia a la que no sabemos bien por qué Edward Jakob desprecia) y el que le entablan en el Hotel Occidental (hay que decir que este juicio, con el portero mayor y el camarero mayor como efervescentes acusadores y jueces a la vez, es un juicio que, más que entablarse, se le propina a Karl). Esto sin duda anticipa la relación siempre desventajosa del ser humano con la justicia en que se centra El proceso, y también en El desaparecido vemos una serie de elementos que nos hacen pensar en una dimensión simbólica del texto (la expulsión primera como consecuencia del delito sexual; la arbitrariedad del tío y su ambigüedad y rigurosidad extremas, amén de su enfermizo deseo de control sobre Karl; el peregrinaje posterior de Karl, con rumbo a Ramsés…), que en el fondo ejecuta un juicio de la incomprensible justicia divina. Pero asimismo hay diferencias importantes entre El desaparecido y El proceso: en este último, el acusado termina siendo ejecutado, mientras que Rossmann consigue escapar a una sentencia tan definitiva que no le deje otras opciones, y lo cierto es que acaba por dirigirse a Oklahoma. En tercer lugar, Karl es ese personaje que, lo mismo que el agrimensor K, pretende establecerse en un destino final que le proporcione estabilidad y dicha. Los esfuerzos de ambos serán vanos, pero mientras los de Karl tienen lugar en entornos precisos y conocidos, que no son tanto el objeto de su escogencia como el resultado de las circunstancias, los de K. se dirigen hacia un castillo posiblemente inexistente28 y tantas veces presentado como infranqueable, que bien se ha de admitir que las andanzas de Rossmann no son sino fracasos manejables frente a la suerte adversa de K. Este último ha llegado verdaderamente al extremo, mientras que Karl Rossmann bien puede, a lo don Quijote, buscar un nuevo destino para sus pasos después de cada caída. Claro que prevemos que una prolongación indefinida de los fracasos a la larga conduciría, como en el caso del caballero español, a la derrota final, pero admitamos que esta aún no se vislumbra próxima. Por el contrario, lo que ocurre (y esto, en cuarto lugar) es que Karl es contratado por el Gran Teatro Natural de Oklahoma, y hacia allí se dirige. Capítulo de excepción en la obra kafkiana, pero no de absoluta distinción. El gran teatro no conoce límites, y al calificarlo de natural29 ya se nos indica su carácter casi de Gran Teatro del Mundo. En el fondo, el lugar al que se dirige Rossmann no es sino la versión eufórica del universo, asimilado a un teatro, es decir, un sitio de espectáculo y participación (recordemos la etimología común de teatro, teoría y teorema, palabras ligadas todas al verbo griego “theo”, que remite a la contemplación intelectual y a la demostración). Llegar a Oklahoma no solamente implicaría la obtención de un lugar en el mundo sino, tal vez tan importante o más, la comprensión del por qué de ese lugar. Pero el capítulo se limita a vislumbrar el sitio, no a explorarlo verdaderamente, y lo cierto es que hay mucho de posposición (esa actividad, acaso la más auténticamente kafkiana) en el relato. A falta de un día de viaje, el texto literalmente desaparece, con lo que el personaje obviamente también se ha ido. La pluma de Kafka desaparece, ahora sí, al desaparecido, aunque para ello deba cometer suicidio30. La esperanza planteada en “El Gran teatro natural de Oklahoma” no oculta pues su naturaleza ilusoria. Lo más cercano a un final feliz en Kafka es un final de corte quijotesco, en el que se afirma la posibilidad de la esperanza pero como ilusión. Al acercarse las palabras a la definición precisa de esa esperanza, su destino es la desaparición: imposibilitadas para Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012/ ISSN: 0377-628X112 precisar un sentido, no había más remedio que continuar vislumbrando o callar. Fue esto, de por sí, lo que siempre ocurrió con las novelas de Kafka: había que continuarlas por medio de una eterna posposición o bien callar. Es en El desaparecido donde más se atreve a acercarse Kafka a la imposible definición de la dicha, pero acaso sea porque aquí (como ya hemos visto) Kafka también se ha acercado menos que en las otras novelas a la desdicha: la suerte de Karl anticipa lo que Samsa, Joseph K. y K. verán realizarse con mayor rotundidad. El desaparecido, pues, aparece, aunque ya hemos visto que no tarda en desaparecer. Lo hace como una anticipación de quienes, más tarde, seguirán sus pasos hasta el extremo de la transformación (Samsa), el proceso injusto (Joseph K.) y la expulsión o el rechazo (K.). Aparece también como aquel que, por no ir tan lejos, logra llegar más cerca de la dicha. Pero, como al final todo llevaba al mismo imposible Oklahoma, no tardemos en admitir que el desaparecido aparece como una anticipación solo de momento no tan consumada como los casos de los otros personajes. Esta tal vez sea, en cierto sentido, la mejor representación kafkiana de la condición humana, en el sentido de que sea la más fiel. Pues aunque nuestro destino final lo describan mejor Samsa, Joseph K. y K., la verdad es que ese es un destino que no conoceremos como experiencia real, ya que únicamente nos alcanzará del todo con la muerte, que viene a ser más bien una falta final de experiencia. Notas 1. En 1982 comenzaron a publicarse nuevas ediciones de las obras kafkianas que supusieron la revisión de los textos originales, y no es sino a partir de esta fecha que América corrigió su nombre por El desaparecido, esto de acuerdo con los diarios de Kafka. Véase Mariño (2000: 334). 2. He desarrollado esta idea sobre todo en “El castillo no existe”, en prensa. 3. Voy a utilizar dos traducciones de El desaparecido, indicando por supuesto en cada caso de cuál se trata. Esto por cuanto no he llegado a estar convencido de que exista una sola traducción que deba considerarse la mejor. Las traducciones son las de D.J. Vogelmann (véase Kafka 1982) y la de Miguel Sáenz (véase Kafka 2005b). 4. Aludo obviamente al capítulo titulado por Brod como “El Gran Teatro Natural de Oklahoma”, que en realidad carece de nombre en el manuscrito kafkiano. 5. “–Quizá no debería separarme de este hombre –pensó Karl–; ¿dónde encontrar ahora a un amigo mejor?” (Kafka 2005b: 17). 6. No exageremos la importancia del azar en el encuentro de Karl con el fogonero: este es, efectivamente, quien se halla todavía en el barco cuando Karl se extravía y el toparse con él no es sino mera casualidad, pero de ahí a quedarse con él, sentarse y sentirse a gusto en su cama, acompañarlo a las oficinas administrativas y solidarizarse como lo hace Karl, hay una gran distancia que se llama decisión personal. 7. Que hizo “pura imitación de Dickens” es una confesión muy posterior a la escritura de la novela hecha por Kafka en su diario, anotación del 8 de octubre de 1917 (Véase Kafka 2005b: 8). 8. Karl propicia muy a propósito este error, como parte de la estrategia de su defensa del fogonero. ¿O quizá sospecha el propio Rossmann la rareza de sus afectos inmediatos hacia este hombre y prefiere darles una apariencia de mayor justificación? 9. Dejo al pie, por ser quizá excesivamente debitaria de la biografía, la reflexión de que sustituir al padre en tanto guía y protector viene a ser el objetivo confeso del autor de la Carta al padre. Kafka declara que la mayor aspiración de su vida es llegar a tener descendencia y criarla responsablemente, pero se sabe defectuoso para ello, precisamente por ser un hijo que se enfrenta a un padre tan fuerte que sólo VÍQUEZ: El desaparecido aparece 113 ha sabido transmitirle miedos por el contraste que se establece con la debilidad propia del hijo. Es decir que Kafka hubiera preferido quedarse con el fogonero, pero tuvo que apechugar con Edward Jacob. 10. No deja de ser una descortesía del senador el externar frente a extraños que llegará el instante en que “[...] lamentablemente, no podrá evitarse una palabra franca acerca de sus padres y de su respectiva parentela” (Kafka 1982: 31). Cierto que el tío elude los detalles, pero bien pudo haber eludido el tema completo: ¿quién hubiera osado pedirle a él explicaciones de por qué no mantenía vivos los lazos con su hermana, la madre de Karl? 11. Habiendo abandonado ya la casa del tío, se enterará Karl de que su pariente tiene –en un país donde los patronos distan mucho de ofrecer condiciones de trabajo favorables, dada la sobreabundancia de mano de obra– la fama de ser especialmente voraz como empresario y, en consecuencia, nocivo con sus empleados. 12. Narración nada estimulante la que se ocupa de este encuentro sexual: “[...] apretó su vientre desnudo contra el cuerpo de Karl y buscó tan asquerosamente con la mano entre sus piernas que Karl, agitándose, trataba de sacar la cabeza y el cuello fuera de las almohadas; empujó luego el vientre algunas veces contra él, que se sintió invadido por la sensación de que ella formaba parte de su propio ser, y quizá fue este el motivo del tremendo desamparo que entonces le embargó” (Kafka 1982: 34). 13. La arbitrariedad y oscuridad de la ley es tema kafkiano, muy desarrollado en El Proceso, sobre todo en el pasaje en el que se narra la historia del campesino que quiere entrar en la ley pero que permanece en la ignorancia respecto a los secretos de esta. 14. Me limito a confirmar, y así lo he señalado en los ensayos kafkianos escritos por mí anteriormente, la idea borgesiana de que Kafka sólo se sabía capaz de hacer literatura sobre la base de la pesadilla. 15. Klara se puede comparar con la Dora de Dickens, la primera esposa de David Copperfield, según Jordi Llovet (véase Kafka 2005b: 285). Se verá casi enseguida que es una Dora susceptible de metamorfosis. 16. Karl acusa a Pollunder de haberse olvidado al traerlo: “[...] de esta casa grande, de pasillos interminables, de la capilla, de los aposentos vacíos, de esas tinieblas que hay por todas partes” (Kafka 1982: 81). Llama la atención que una capilla se suma a la lista de elementos de la casa que Karl deplora. 17. En otro ensayo (“Los procesos invisibles”) he defendido que Joseph K. jamás admite su culpabilidad, pese a lo mucho que tratan de convencerlo. El ser humano no ha pecado poco, es que ni siquiera cree haber pecado nada. Pero eso no lo libra del castigo. 18. “En este caso le ofrezco a usted un empleo de escasa importancia, y luego, tratará usted de ir levantándose, trabajando con ahínco y atención. De todas maneras creo que sería mejor y más conveniente para usted echar raíces en alguna parte en vez de andar vagando por el mundo de esta manera. No me parece usted hecho para semejante vida”, le dice la cocinera mayor (Kafka 1982: 133). Por su parte, Therese, que tiene un interés en Karl mucho menos maternal, espera de este que la acompañe por siempre (1982: 152) 19. El empleo termina no por provocar un ascenso sino un descenso: “Y al recordar todo esto díjose Karl que él también había sufrido bastante como ascensorista, y que, sin embargo, todo había sido en vano, pues ahora, según veía, ese servicio de ascensorista no había sido, tal como él lo esperara, un escalón previo para llegar luego a un puesto mejor; antes bien, había sido empujado más abajo todavía [...]” (Kafka 1982: 205-206). 20. Esto evoca a Dickens, pero también a Hugo y a muchos otros: el personaje con el que se identifica el lector no cuenta con la suerte de su lado; se le aplica rigurosamente esa ley de Murphy de la narrativa: si algo le puede salir mal, le saldrá mal sin duda. 21. El personaje vuelve a recordarnos a David Copperfield, quien no puede dejar de actuar responsablemente ni siquiera con quienes notoriamente abusan de su buena fe. 22. Del empleo del propio estudiante (vendedor de ínfima categoría en la tienda Montly), con ser de mala paga y peores perspectivas, llega a decir este: “[...] aquí es más fácil llegar a ser juez de distrito que portero en la casa de Montly” (Kafka 1982: 271). Y no se trata de que ser juez de distrito resulte sencillo: es que América, la tierra de las oportunidades, es también la tierra de las arbitrariedades, en Filología y Lingüística 38 (1): 97-115, 2012/ ISSN: 0377-628X114 la que el trabajo no se recompensa de acuerdo con el mérito, sino por la suerte o –más a menudo– por la maña. De nada le sirvió a Rossmann el pulir a fondo el ascensor a su cargo en el hotel; Renell, el tramposo ascensorista que también es compañero de juergas de Robinson y Delamarche, es quien logra mantenerse en el puesto. 23. Al menos para Delamarche, que la goza, y para Robinson, que sin poder gozarla la desea y se extasía con el hecho de haberla visto desnuda en una ocasión. Y no hablemos del ex esposo, que continúa conduciéndose ante ella del modo más servil y compra de manos de Robinson sus ingentes prendas íntimas. Por su parte, Rossmann arroja una impresión mucho menos lúbrica y, lo que es usual en él, termina por mostrarse más bien compasivo con la antipática, aunque también sufrida, Brunelda. 24. Rigurosamente, es Brod quien dispuso del orden de todo lo que viene tras el capítulo 6. Nuevas versiones de la obra, retitulada El desaparecido, despliegan algo diferentemente la serie de fragmentos finales. En realidad no creo que eso cambie gran cosa en las posibilidades de lectura del texto, ni parece que Brod haya cometido, salvo en lo que respecta al título, errores de bulto. 25. Lo que le sirven son sobras de platos ya consumidos. Por aquí sospechamos que la supuesta abundancia de dinero a la que se refiere Robinson en las manos de Brunelda no es sino un estado de leve superación de la pobreza que a los ojos de un indigente como el irlandés parece mucho, sin serlo. 26. Deleuze y Guattari son enemigos de esta suposición y sostienen que el pasaje que narra la muerte de Joseph K. vendría a ser un sueño de este, que no tendría por qué ir al final. Por muy sugerente que esto suene, la verdad es que toda la obra kafkiana tiene un aire de pesadilla innegable que sin embargo no suele dar lugar a la narración de sueños expuestos propiamente como tales. 27. Ha ocurrido algo –pero no en los capítulos conservados– que aparentemente ha sido lo suficientemente grave como para que Rossmann tema revelar su identidad, y que lo ha hecho, por un tiempo prolongado, ocultar su nombre. 28. He titulado “El castillo no existe” el ensayo en que desarrollo esta idea. 29. Alguna versión anterior tradujo “Naturtheater” como “teatro integral”. Me parece más cercano al original el término “natural”. 30. Kafka asumió febrilmente la narración de El desaparecido, según contaba Brod. Pero eso no le impidió dejarlo abruptamente. Creo haber entendido las razones de tal: llegó a un punto en que seguir era redactar una felicidad imposible. Si alguna vez se creyó capaz de emular a Dickens, la experiencia le demostró lo contrario, y no por su falta de habilidades como escritor, sino porque descubrió en Dickens a un escritor de dichas falsas por imposibles. Bibliografía Bajtín, Mijaíl. 1989. La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais. Madrid: Alianza. Blanchot, Maurice. 1981. De Kafka a Kafka. Paris: Gallimard. Bloom, Harold. 1995. El canon literario. Barcelona: Anagrama. Borges, Jorge Luis. 1987. Obra poética 1923-1977. Madrid: Alianza. Camus, Albert. s.f. El hombre rebelde. Santo Domingo: Alfa Omega. 1983. El mito de Sísifo. Madrid: Alianza. Deleuze, Gilles y Félix Guattari. 1978. Kafka. Por una literatura menor. México, D.F.: Era. Dodd, W.J. 1992. Kafka and Dostoievsky. The Shaping of Influence. London: St. Martin s´ Press. 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